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La reputación y marca personal de los Políticos españoles a la deriva

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Es una percepción que cada vez más ciudadanos comparten en España y en otras democracias, que los políticos están más centrados en construir una imagen
que en abordar los problemas profundos que afectan a la sociedad. En un contexto de creciente desconfianza hacia la clase política, muchos observan que
las campañas de comunicación y la presencia en redes sociales parecen tener un peso desproporcionado en la actividad diaria de los líderes, mientras
que los asuntos de fondo, como la economía, la sanidad, la educación o el medio ambiente, quedan en un segundo plano. Este enfoque en la “marca
personal” de los políticos puede, en algunos casos, proyectar la idea de que se prioriza la popularidad y el control de la narrativa por encima del
cumplimiento de las promesas electorales y de la resolución de problemas estructurales.

El fenómeno se ha visto intensificado en la era digital, donde la gestión de la reputación y el impacto mediático parecen tener una relevancia enorme
en la vida pública. Los políticos cuentan con asesores especializados en imagen y comunicación que trabajan continuamente para asegurar que cada
declaración o intervención esté cuidadosamente diseñada para generar empatía y acercar al líder a la ciudadanía. Sin embargo, este esfuerzo constante
por gestionar la percepción puede provocar una desconexión con la realidad cotidiana de las personas, quienes perciben que sus preocupaciones más
urgentes no son prioritarias para sus representantes.


España, el país europeo que más desconfía en su clase política

La reciente publicación del Trustworthiness Index de Ipsos que revela el nivel de confianza en diferentes profesiones a nivel mundial, señaló grandes
disparidades en la percepción de honestidad y responsabilidad. En los primeros puestos de este índice se destacan los médicos, científicos y
profesores, quienes gozan de altos niveles de confianza. Por el contrario, la clase política aparece como la profesión que mayor desconfianza suscita
en España, donde un 70% de los ciudadanos manifiestan no confiar en los políticos. De hecho, España se posiciona como el país europeo que más recelo
siente hacia sus representantes. Además, otras profesiones asociadas a la influencia social y al poder económico, como los influencers, ministros,
banqueros y miembros del clero, también se encuentran entre los más cuestionados por la población española. En este contexto, el país lidera en Europa
la desconfianza hacia estos profesionales.

La caída en la confianza hacia la clase política no se explica únicamente desde la perspectiva de percepción profesional, sino que está inserta en
una crisis más profunda de credibilidad hacia las instituciones democráticas españolas.

Desde 2005, el Índice de Buen Gobierno, que evalúa la calidad institucional y el gobierno efectivo en distintas naciones, ha visto cómo España
descendió del puesto 20 al 26 entre los 140 países evaluados. Este retroceso no solo refleja una baja en la percepción de la gobernabilidad del país,
sino también una crisis de valores democráticos que resulta alarmante para la ciudadanía. Entre los factores que explican este descenso, se destacan la
creciente polarización política, la mala gestión de diversas crisis recientes y la percepción generalizada de corrupción. Todo esto contribuye a un
entorno donde la clase política se distancia cada vez más de la sociedad, siendo cada vez más difícil para los ciudadanos depositar su confianza en
quienes los gobiernan.

Las tensiones entre políticos y partidos han dado paso, de forma intermitente, a momentos de cohesión en respuesta a tragedias, como la catástrofe de
la DANA en Valencia. La atención en la crisis humanitaria generó un momento breve de tregua en la habitual confrontación política, aunque en los
niveles más altos de la política todavía faltó un enfoque de cooperación. Esto no solo refleja una falta de generosidad y visión de conjunto en el
liderazgo, sino que resalta las carencias de una clase política que sigue atrapada en su propia dinámica de confrontación, incluso ante desastres
naturales. Este tipo de situaciones, aunque logran movilizar a la población y a ciertos sectores institucionales, siguen evidenciando que la clase
política no ha sido capaz de responder a los retos con la altura que exige la ciudadanía.


Otro de los grandes factores que marcó un antes y un después en la percepción de los políticos fue la pandemia de COVID-19. La crisis sanitaria y
social derivada de esta pandemia representó uno de los mayores desafíos de la historia reciente y puso a prueba la capacidad de respuesta y adaptación
de los líderes políticos en todo el mundo. En un contexto de confinamiento y de restricciones, los políticos y sus equipos de comunicación tuvieron que
enfrentarse a una sociedad sobresaturada de información, cansada de la incertidumbre y cada vez más reticente hacia la política. En este marco,
proyectar una imagen de ejemplaridad y autenticidad se volvió primordial, y la habilidad para entender y responder a los cambios de esta nueva realidad
fue esencial. La pandemia no solo modificó las formas de interacción social y aceleró la transformación digital, sino que también trajo un cambio en
las expectativas de la ciudadanía hacia sus representantes, quienes se enfrentan ahora al desafío de reconstruir una relación de confianza en un mundo
pospandemia.

Por otro lado, la preocupación por la corrupción ha aumentado significativamente en España, según el último Barómetro del CIS de marzo, subiendo del
4,9% al 12,2% y alcanzando su mayor nivel en cuatro años, impulsada por el caso Koldo. La corrupción se posiciona ahora como el sexto problema
nacional, mientras que la crisis económica (29%) y el desempleo (18%) siguen encabezando la lista. El mal comportamiento de los políticos ha escalado a
la tercera posición con un 16,8%, y las menciones al Gobierno y los partidos también han aumentado, reflejando una creciente desconfianza en las
instituciones.


Marca personal: de la necesidad al desastre

Es cierto que tanto los políticos como el país en general necesitan una buena imagen, especialmente en una época donde la confianza en las
instituciones se encuentra bajo mínimos. Sin embargo, esa imagen no se puede construir únicamente mediante estrategias de comunicación si quienes la
representan no están a la altura de las expectativas de la ciudadanía. Una imagen sólida y respetada no surge del maquillaje o de la repetición de
eslóganes; se necesita una base de compromiso, integridad y competencia para construir algo que verdaderamente inspire confianza y orgullo.

Cuando los políticos que representan al país no cuentan con una formación adecuada, una visión clara de servicio o el deseo genuino de resolver los
problemas de fondo, cualquier esfuerzo por mejorar la imagen se convierte en algo superficial y frágil. La ciudadanía cada vez está más alerta ante
estas inconsistencias, y es capaz de distinguir entre una fachada bien construida y una autenticidad que se refleje en acciones concretas y resultados
tangibles. La mediocridad no solo deteriora la imagen pública de los políticos, sino que también erosiona la confianza en la política como medio de
cambio y mejora social.

Para que un país construya una imagen de confianza y credibilidad, necesita representantes capacitados, con ética y con un profundo conocimiento de
las problemáticas que afectan a la sociedad.

Es cierto que los partidos políticos y sus miembros se han convertido, en muchos casos, en marcas en sí mismas, trabajadas al detalle para atraer y
retener el apoyo de la ciudadanía. La política moderna ha adoptado estrategias de marketing propias del ámbito empresarial, donde el valor de la
«marca» depende en gran medida de cómo se percibe su autenticidad, sus promesas y su capacidad para cumplirlas. Pero el problema surge cuando esta
construcción de marca se convierte en un espectáculo cuidadosamente diseñado para proyectar una imagen atractiva que en realidad no refleja la
verdadera naturaleza de sus acciones ni los intereses que representa.

La buena imagen no puede ni debe ser el objetivo principal, sino una consecuencia de un trabajo bien hecho, de políticas bien formuladas y de
una relación honesta con la ciudadanía.

Los políticos deben ser un reflejo de los valores que una sociedad quiere proyectar al mundo, y para ello es necesario que, en lugar de limitarse a
cuidar su marca personal, se enfoquen en acciones que hablen por sí mismas. Al final, la verdadera imagen de un país se construye con políticas que
generen bienestar y oportunidades, con instituciones que funcionen correctamente y con líderes que tengan la capacidad y el deseo de enfrentarse a los
problemas reales.

De igual forma, la incompetencia de los políticos está afectando negativamente la imagen de España, reflejándose en la creciente desconfianza de la
ciudadanía y en el aumento de menciones a la corrupción y el mal comportamiento de los representantes. Estos problemas no solo ocupan posiciones
destacadas entre las principales preocupaciones nacionales, sino que también minan la «marca España» al proyectar una percepción de inestabilidad y
falta de ética en la política, lo cual puede influir en la confianza tanto interna como externa hacia el país.



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